Esta mañana al llegar al trabajo me han dado una mala noticia. A las dos y media despedirán a uno de mis compañeros. La información se ha filtrado por la indiscreción del responsable de turno y ha ido rodando por el boca oreja, de tal manera que hacia la hora del almuerzo todos estábamos prevenidos de su caída en desgracia. Todos, salvo el condenado a despido, o a muerte, que cerca de los cincuenta con dos hijas adolescentes y una mujer en paro es prácticamente lo mismo.
Hoy a las dos y media, cuando nos hayamos ido a comer a nuestras respectivas casas, el jefe se encerrará con él en su despacho y le dará los quince días reglamentarios para que nos deje.
Y yo me pregunto cómo es eso posible. Acaso no es lo normal que en Navidades decretemos un alto al fuego para darnos una tregua. Estos son días de reencuentros, de perdones, de armisticios, donde todo queda, o debería quedar, suspendido. Desde la noche del 24 de diciembre y hasta pasado Reyes se estableció en un convenio de hace dos siglos por lo menos, cuyo nombre no recuerdo, el cese temporal de hostilidades no solo con nuestras suegras y otros tantos enemigos familiares, sino con cualquier circunstancia adversa que nos aqueje.
En fechas señaladas como estas no deberíamos tener que romperle el corazón a nadie. La Navidad no es el mejor momento del año para dejar al novio, por ejemplo. Para dejar al novio, tendríamos que esperarnos a que pasen las fiestas con tal de no ser demasiado crueles. Por la misma razón, el día de nuestro cumpleaños es un día sagrado y nadie tiene derecho a regañarnos así esté cargado de razones para cantarnos las cuarenta. Igual que a una persona gravemente enferma, preocupada por sus últimas voluntades, no hay que echarle en cara su descuido al no tirar de la cadena del váter o señalarle los pelos que dejó enganchados en el desagüe de la bañera al salir del baño. En el lecho de muerte hacemos muchas promesas, de las que nos arrepentimos luego, solo por no contrariar al moribundo y permitir que marche de este mundo con el mejor sabor de boca.
Por cierto, nadie debería de morirse en estas fechas, y obligar a la familia a lidiar no solo con la ausencia y la tristeza, que de por sí ya son lo bastante duras, sino con la alegría de la gente que nos rodea y que no pierde ocasión de restregarnos lo feliz que es en persona y en el Facebook. Diciembre debería ser declarado mes libre de despedidas, y de muertes, por descontado.
Pues eso... Todos en la oficina somos muy conscientes de la poca vida que le queda entre nosotros. A lo largo de la mañana lo hemos ido despidiendo en cada acto, en cada gesto y él, ajeno por completo a que su entierro tendrá lugar en cuestión de pocas horas, sonríe y es amable y hace favores que no le serán devueltos. Si bien llevaba sentenciado mucho tiempo, jamás habría supuesto que un día como este pudieran darle el tiro de gracia. Quizá deberíamos ponerlo sobre aviso, si no para ayudarlo a sobrellevar mejor el trance, para aliviar el peso de nuestra mala conciencia, pues sin quererlo, nos hemos convertido en cómplices de su despido. Por más urgente o necesaria que nos parezca su marcha de la empresa, despachar a alguien en Navidades es un trámite muy feo. No obstante, hasta siempre, compañero. Que no se te indigesten los turrones.