Mostrando entradas con la etiqueta COSAS DE ESCRITORES. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta COSAS DE ESCRITORES. Mostrar todas las entradas

martes

En la mente de los escritores...



Hablando del proceso creativo, muchos son los escritores que reconocen tener doble personalidad, un "otro yo" que aflora en mitad de la escritura...

Borges mantenía una relación amarga con su "otro".
"Al otro Borges es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso mećanicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en la terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor.
Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologias del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Asi mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página".

Virgina Wolf escribió lo siguiente para avisar a las otras Virginias:
"Nota: desesperación ante lo malo que es el libro; no alcanzo a comprender cómo fui capaz de escribir semejantes páginas, y con tanta excitación; esto fue ayer: hoy vuelve a parecerme bueno. Escribo esta nota para advertir a otras Virginas que escriben otros libros que así es la cosa, ahora arriba, ahora abajo. Y sólo Dios sabe la verdad."

Bioy Casares dice que escribir es agregar un cuarto a la casa de la vida, tener más posibilidades que siendo sólo uno:
"Cuando yo era chico tenía la esperanza -contra todo lo que pudiera esperarse- de ser varias personas. Ser una sola persona me parecía muy poco. A medida que uno vive, se afianza el mismo maniático, el mismo nimio personaje. Esto se comprueba en los viejos, que tienen manías a la vista. No creo que haya riesgo de perder la identidad en la obra. La obra refuerza la identidad, la refleja, se parece inevitablemente al autor, porque el ego siempre está ahí. Ojalá que hubiera más diversidad en las obras, en el mundo y en nosotros".

Para Ernesto Sábato, la literatura es, como para Bioy, poder vivir otras vidas paralelas a las de uno mismo:
"Si la vida es libertad dentro de una situación, la vida de un personaje novelístico es doblemente libre, pues permite al autor vivir misteriosamente otros destinos, quizá el hecho fundamental que incita a escribir ficciones. en ellas, como en los sueños, el hombre puede vivir otras vidas y realizar ansiedades infinitamente frenadas por su inconsciencia. No es raro, en tales circunstancias, que si él es compasivo en su vida normal aparezcan en sus ficciones individuos despiadados y hasta sádicos; y si es un espíritu religioso, se manifiesten feroces ateos. Creo que en este fenómeno reside el valor catártico de la novela o el teatro".

Marguerite Duras también lo refleja de esta forma en su obra:
"Es lo desconocido de sí, de su cabeza, de su cuerpo. Escribir no es ni siquiera una reflexión, es una especie de facultad que se posee junto a su persona, paralelamente a ella. De otra persona que aparece y avanza, invisible, dotada de pensamiento, de cólera, y que a veces, por propio quehacer, está en peligro de perder la vida".
 
Y como último ejemplo, Julio Cortázar, quien libraba consigo mismo este tipo de batallas:

"Trabajos de oficina"
Mi fiel secretaria es de las que se toman su función al-pie-de-la-letra, y ya se sabe que eso significa pasarse al otro lado, invadir territorios, meter los cinco dedos en el vaso de leche para sacar un pobre pelito.
Mi fiel secretaria se ocupa o querría ocuparse de todo en mi oficina. Nos pasamos el día librando una cordial batalla de jurisdicciones, un sonriente intercambio de minas y contraminas, de salidas y retiradas, de prisiones y rescates. Pero ella tiene tiempo para todo, no sólo busca adueñarse de la oficina, sino que cumple escrupulosa sus funciones. Las palabras, por ejemplo, no hay día en que no las lustre, las cepille, las ponga en su justo estante, las prepare y acicale para sus obligaciones cotidianas. Si se me viene a la boca un adjetivo prescindible –porque todos ellos nacen fuera de la órbita de mi secretaria, y en cierto modo de mí mismo-, ya está ella lápiz en mano atrapándolo y matándolo sin darle tiempo a soldarse al resto de la frase y sobrevivir por descuido o costumbre. Si la dejara, si en ese mismo instante la dejara, tiraría estas hojas al canasto, enfurecida. Está tan resuelta a que yo viva una vida ordenada, que cualquier movimiento imprevisto la mueve a enderezarse, toda orejas, toda rabo parado, temblando como un alambre al viento. Tengo que disimular, y so pretexto de que estoy redactando un informe, llenar algunas hojitas de papel rosa o verde con las palabras que me gustan, con sus juegos y brincos y sus rabiosas querellas. Mi fiel secretaria arregla entretanto la oficina, distraída en apariencia pero pronto al salto. A mitad de un verso que nacía tan contento, el pobre, la oigo que inicia su horrible chillido de censura, y entonces mi lápiz vuelve al galope hacia las palabras vedadas, la tacha presuroso, ordena el desorden, fija, limpia y da esplendor, y lo que queda está probablemente muy bien, pero esta tristeza, este gusto a traición en la lengua, esta cara de jefe con su secretaria.

miércoles

La inseguridad del escritor



Gabriel García Márquez
Y dijo García Márquez: «Cuando yo terminé “La hojarasca”, mi primera novela, se la di a varios amigos, de esos que suelen ser muy críticos, y me dijeron: “Es muy buena, pero por supuesto no es una gran novela”. Deben haber notado algo en mi cara porque se apresuraron a añadir: “Ninguna primera novela es una gran novela.” Sufrí una desilusión tremenda; pensaba: “Ahora sí que me jodí, yo soy incapaz de escribir algo mejor que eso”. Sentía que el mundo se me venía abajo y no hacía más que repetir” Me jodí, me jodí...”».
Un alumno del taller de cine, dice: «Uno nunca está completamente seguro de lo que quiere hasta que lo hace. Y nunca está seguro de lo que hace hasta que lo ve montado».
Gabo contesta: «Eso es parte inseparable del proceso creador. No hay verdadera creación sin riesgo y por lo tanto sin una cuota de incertidumbre. Yo nunca vuelvo a leer mis libros después que se editan, por temor a encontrarles defectos que pueden haber pasado inadvertidos. Cuando veo la cantidad de ejemplares que se venden y las lindezas que dicen los críticos, me da miedo descubrir que todos están equivocados -críticos y lectores- y que el libro, en realidad, es una mierda. Es más –lo digo sin falsa modestia-, cuando me enteré de que me habían dado el Premio Nobel, mi primera reacción fue pensar: “¡Coño, se lo creyeron! ¡Se tragaron el cuento!”. Esa dosis de inseguridad es terrible pero al mismo tiempo necesaria para hacer algo que valga la pena. Los arrogantes que lo saben todo, que nunca tienen dudas, se dan unos frentazos... Mueren de eso»
Cómo se cuenta un cuento, taller de guión cinematográfico.

El adjetivo y sus arrugas, Alejo Carpentier

Alejo Carpentier
Alejo Carpentier

Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién andas...", " Tanto va el cántaro a la fuente...", " El muerto al hoyo...", etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas.
El romanticismo, cuyos poetas amaban la desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos, panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al principio de este siglo, cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral. Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación de Jacobo de la Vorágine para darse "un tono de época". Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes.
Así, los adjetivos se transforman, al cabo de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una generación. Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación.
Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote.



Fuente: www.Ciudadseva.com

jueves

Empezar por el principio

Cien años de Soledad
Macondo, Cien años de Soledad
Como todo en esta vida, las novelas también se empiezan por el principio, y ha de ser justamente el principio la parte más atrayente de la historia, el anzuelo que enganche al lector y lo motive lo bastante como para seguir leyendo...

Según Joaquín Roy, catedrático de Jean Monet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami, desde el punto de vista de la redacción, la técnica del LEAD, consiste en la ubicación, al inicio de un artículo de esencia periodística, de los hechos básicos de la crónica. 
En la estructura de la “pirámide invertida”, la combinación de “qué”, “quién”, “cuándo”, “dónde”, “cómo”, y (quizá) “por qué”, es el aperitivo con el que el autor intenta atrapar la atención del lector. 
En el resto del escrito, el autor va completando los detalles, satisfaciendo con dosis calculadas los diversos deseos o expectativas del lector. Este código de redacción, impuesto con rigurosidad a los periodistas, consistía en una serie de normas que podrían resumirse en unas pocas técnicas: 
-Oraciones cortas
-Construcciones afirmativas
-Abstención de frases subordinadas
-Palabras correctamente elegidas y huérfanas de connotaciones oscuras. 
(leer más en http://www.ipsnoticias.net/2014/04/el-lead-tecnica-de-garcia-marquez/) 

Para ilustrar cuan importantes son los primeros párrafos de una historia, os relaciono a continuación los comienzos de García Márquez, que en la técnica del Lead era todo un maestro... 


La hojarasca (1955)

«De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable». 


El coronel no tiene quien le escriba (1961) 

 «El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata». 

La mala hora (1962) 

«El padre Ángel se incorporó con un esfuerzo solemne. Se frotó los párpados con los huesos de las manos, apartó el mosquitero de punto y permaneció sentado en la estera pelada, pensativo un instante, el tiempo indispensable para darse cuenta de que estaba vivo, y para recordar la fecha y su correspondencia en el santoral». 


Cien años de soledad (1967) 

«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». 

Relato de un náufrago (1970) 

 «El 22 de febrero se nos anunció que regresaríamos a Colombia. Teníamos ocho meses de estar en Mobile, Alabama, Estados Unidos, donde el A.R.C. ‘Caldas’ fue sometido a reparaciones electrónicas y de sus armamentos. Mientras reparaban el buque, los miembros de la tripulación recibíamos una instrucción especial. En los días de franquicia hacíamos lo que hacen todos los marineros en tierra: íbamos al cine con la novia y nos reuníamos después en ‘Joe Palooka’, una taberna del puerto, donde tomábamos whisky y armábamos tina bronca de vez en cuando». 


La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada (1972) 

«Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia. La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre del viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de termas romanas». 


«La tercera resignación», primer cuento de «Ojos de perro azul» (1972) 

 «Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él. 


El otoño del patriarca (1975) 

«Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza». 


Crónica de una muerte anunciada (1981) 

 «El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros». 


El amor en los tiempos del cólera (1986) 

 «Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro». 

 El general en su laberinto (1989) 

 «José Palacios, su servidor más antiguo, lo encontró flotando en las aguas depurativas de la bañera, desnudo y con los ojos abiertos, y creyó que se había ahogado». 



«Buen Viaje señor presidente», primer relato de «Doce cuentos peregrinos» (1992) 

 «Estaba sentado en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, contemplando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte». 


 Del amor y otros demonios (1994)

«El 26 de octubre de 1949 no fue un día de grandes noticias. El maestro Clemente Manuel Zabala, jefe de redacción del diario donde hacía mis primeras letras de reportero, terminó la reunión de la mañana con dos o tres sugerencias de rutina». 


Noticia de un secuestro (1996) 

 «Antes de entrar en el automóvil miró por encima del hombro para estar segura de que nadie la acechaba. Eran las siete y cinco de la noche en Bogotá. Había oscurecido una hora antes, el Parque Nacional estaba mal iluminado y los árboles sin hojas tenían un perfil fantasmal contra el cielo turbio y triste, pero no había a la vista nada que temer. Maruja se sentó detrás del chofer, a pesar de su rango, porque siempre le pareció el puesto más cómodo». 


Vivir para contarla (2002)

«Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa. Había llegado a Barranquilla esa mañana desde el pueblo distante donde vivía la familia y no tenía la menor idea de cómo encontrarme. Preguntando por aquí y por allá entre los conocidos, le indicaron que me buscara en la librería Mundo o en los cafés vecinos, donde iba dos veces al día a conversar con mis amigos escritores». 


 Memoria de mis putas tristes (2004) 

«El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible. Nunca sucumbí a ésa ni a ninguna de sus muchas tentaciones obscenas, pero ella no creía en la pureza de mis principios».


martes

Escribir un cuento, Raymond Carver


Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.
Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.
Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.
Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.
Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.
Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos.
Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.
Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.
En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.
Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.
En un ensayo titulado "Escribir cuentos", Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:
"Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable."
Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.
Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.
Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.
Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.
La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

lunes

La inspiración literaria II

Volviendo al tema de la Inspiración, que ya hemos tocado en otras entradas, Alfonso Reyes ha escrito un texto sobre los distintos tipos. A cada uno lo acompaña de algunos ejemplos. He aquí los más representativos:

1.- Estimulos de tipo literario (las lecturas). Las novelas históricas surgen a partir de lecturas de libros de historia, y las novelas de ciencia-ficción, a partir de lecturas de obras científicas. La mitología fue un campo de inspiración para Rubén Darío, y la lectura de los clásicos de la antigüedad, para Anatole France.

2.- Estímulos de tipo verbal (las palabras que nos arrastran a otras). La palabra, que Balzac encuentra en un tratado de Derecho penal, le lleva a urdir el argumento de una novela. Poe reconocía que el tema de El cuervo nació de la palabra nevermore (nunca jamás).

3.- Estímulos de tipo auditivo (voces, música...)
La arlesiana, de Daude, nace de un grito lanzado a la vez por dos mujeres; Proust encuentra también inspiración en los gritos que le llegan de la calle. Mallarmé asiste a los conciertos Lamoureux, y traza esquemas de los movimientos poéticos que le sugieren los compases musicales.

4.- Estímulos de tipo visual (cosas que vemos, incluidas las ilustraciones) Góngora se inspira en Amado Nervo, en los dibujos de Julio Ruelas. Victor Hugo sueña con las letras mayúsculas: la A es una pirámide, la H de una catedral con dos torres.

5.- Estímulos de tipo olfativo, gustativo y táctil. El olor del circo inspiraba a Ramón Gómez de la Serna; el de una pensión de familia, a a Balzac. Añadiríamos a los ejemplos de Alfonso Reyes la novela El perfume, de Suskind.

6.- Estímulos de tipo ambulatorio (montañas, paisajes, aire puro o impuro). El oxígeneo de las playas, el ozono de las cumbres han servido para traer inspiración a espíritus atormentados o enfermos como Kafka, Dostoievski, Mann... Rubén Darío también amaba los lagos y sus cisnes.

7.-Estímulos de tipo onírico (sueños vividos o referidos por otros). El empleo temático o alegórico de un sueño es una constante de los surrealistas.

8.- El estímulo de la memoria involuntaria (personajes, escenas que afloran) El ejemplo característico es Proust, pero antes de él no hay que olvidar las
Confesiones, de Rousseau; la Vita, de Alfieri, o Fort comme la mort, de Maupassant.

9.-El estímulo de las sinestesias (percepciones de un sentido a otro). Ejemplo: Rimbaud y su soneto sobre los colores vocales.

10.- Los estímulos puramente físicos (espacio, volumen, peso, temperatura). Todo deja una huella en el pensamiento, incluso el terror que sentía Pascal por los amplios vacíos. En Coleridge encontramos las soledades heladas del polo Sur; en Poe y en Rimbaud, el vértigo de los espacios verticales...

11.- Estímulos emotivos (noticias conmovedoras, shocks...). Del suicidio de un amigo surge Werther, del de un niño,
Los monederos falsos, de Gide; Henry James encuentra inspiración para una novela en el dolor que le causa la boda de un muchacho con una dama de cierta edad...

12.- Estímulos provocados voluntariamente, es decir estímulos no fortuitos, buscados por la persona, y que van desde los hábitos de trabajo hasta el consumo de alguna droga (Hoffmann, Carlyle...) Byron sentía predilección por algo tan poco romántico como el agua de seltz. Schiller guardaba en su escritorio manzanas podridas, cuyo olor le embriagaba... A Walter Scott le excitaba una página en blanco, y a Victor Hugo la actividad sexual le estimulaba su actividad poética. Este conglomerado de factores componen la fórmula de esta pócima mágica que se ha dado en llamar inspiración.

martes

La inspiración literaria

Turgueniev decía: Los poetas tienen razón cuando hablan de inspiración. Es verdad que la Musa no baja del Olimpo para aportarles las estrofas ya terminadas, pero sí llegan a sentir una disposición de ánimo especial que se parece a la inspiración. A esta disposición de ánimo la llaman lo poetas “la proximidad del dios”. Esos instantes constituyen el único disfrute del artista. Si no existieran, nadie escribiría. Luego, cuando hace falta poner orden en todo cuanto se agita en la cabeza, cuando hace falta reposar todo eso en el papel, entonces empieza el tormento”.
Por otra parte, no es extraño que un hombre que a veces tardaba cinco días en escribir una página, como Flaubert, tuviera un concepto poco elevado de la inspiración: “Hay que escribir más fríamente. Desconfiemos de esta especie de calentamiento en el que se produce a menudo más emoción nerviosa que fuerza muscular”.
Quizá para los escritores en ciernes, para aquellos que deseen expresarse y crear un mundo a través de las palabras, la mejor reflexión que puede hacerse es la desmitificación de la inspiración. 

Sentarse ante la máquina de escribir representa exactamente abrir la puerta a la inspiración, decía el escritor sueco Eyvind Jonson. Sí, levantar la tapa de la máquina de escribir ha de ser como abrir la persiana de un garaje. Un garaje de ideas, de objetos, de vivencias de palabras... Hay allí herramientas y también chatarra, y algunos monstruos, junto a niños que corretean —los niños que fuimos-.., parejas que se aman o se odian, paisajes que arrastran nuestra mirada como un río. En ese garaje se entremezclan las vísceras de lo todavía increado con las imágenes fragmentarias de lo ya vivido. Hay que poner orden en aquel caos. Y para poner orden existen las palabras, que de algún modo nos llevan a una interpretación de la realidad, nuestra propia interpretación de la realidad, que hacemos en nombre de aquellos que no saben expresarse. Para ese ensamblaje no hay materiales inservibles. Todo depende del lugar que ocupen, lo mismo que las palabras.
La inspiración es la hermana del trabajo diario, decía Baudelaire. Son dos hermanas gemelas, que en ocasiones se confunden. Este componente artesanal del oficio de escritor no debe hacernos olvidar que lo fundamental es el contenido de la obra literaria. Hemos de hacernos todos los días esta pregunta: ¿Qué quiero decir, qué quiero transmitir? Oscar Wilde nos ha legado esta sentencia, que es todo un programa de acción: No existen más de dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo.

Tomado de: El oficio de escribir, de Ramón Nieto. 

Continúa Aquí!

TURRONES AMARGOS

     Esta mañana al llegar al trabajo me han dado una mala noticia. A las dos y media despedirán a uno de mis compañeros. La in...