Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un
buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo
tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la
única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que
se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por
supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con
John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery
O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway.
Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin,
Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William
Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor,
o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su
propia especificidad.
Tal cosa es consustancial al estilo propio,
aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la
firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su
mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No
se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un
escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que
sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en
encontrarse.
Decía Isak Dinesen que ella escribía un
poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día
escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la
pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha
escrita. “El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor”. Lo
dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa;
pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción
moral”, deberá rastrearla sin desmayo.
Tengo clavada en mi pared una ficha de tres
por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:...
Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras
contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez;
amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también
tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la
oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando?
Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una
gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.
Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff
decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También
eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve
corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de
truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro.
Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada
carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no
prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura
minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El
escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas
a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe
evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.
Hace unos meses, en el New York Times Books
Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los
estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban
altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no
hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su
artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores
entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía
que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en
paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo
confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de
“innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la
“experimentación” no es más que un pretexto para la falta de
imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que
una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar,
incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos
despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir
una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre
algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar
por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte
interesante para un puñado de especializadísimos científicos.
Sí puede haber, no obstante, una
experimentación literaria original que llene de regocijo a los
lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo-
no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar.
Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de
apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene,
bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la
dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La
experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá
dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de
su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su
mundo.
Tanto en la poesía como en la narración
breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas
comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla,
la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de
mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es
posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo,
provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo
demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los
escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la
escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la
experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un
supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de
Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro
puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en
el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha
de tres por cinco.
En una ocasión decía Evan Connell que supo
de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando
las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después,
en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese
procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado.
Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y
deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para
que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras
están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son
imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento
-si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector
deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido
de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por
nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de
desafortunada escritura.
Tengo amigos que me cuentan que deben
acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el
dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello.
“Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir
cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi
problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus
posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva
sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo
mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me
gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de
llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o
más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto
desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin
justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de
explicarse.
En un ensayo titulado "Escribir cuentos",
Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de
descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a
dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice
que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente
a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de
la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás
sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al
final:
"Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable."
Cuando leí esto hace unos cuantos años, me
chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció
descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de
hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino
ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez
el ejemplo de O’Connor.
Al fin tomé asiento y me puse a escribir
una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta
a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa
frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la
historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su
esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría
crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y
encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de
trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita
una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para
complementarla.
Puedo decir que escribí el relato como si
escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más.
Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única
por la que había esperado ponerme a escribir.
Me gusta hacerlo así cuando siento que una
nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede
surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de
que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como
dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no
puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte
fundamental de la historia, en tanto que las palabras
convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el
cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues
aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio
bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de
todas las cosas.
La definición que da V.S. Pritcher del
cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la
mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la
mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser
narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por
ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus
miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar
su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio
sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo
las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las
contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un
lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más
necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles
requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje
preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo
lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener
algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer
sonar todas las notas, manifestar todos los registros.